viernes, 12 de diciembre de 2008



Apenas reción cumpidos los 20 y en tiempo de floración de los almendros apareció ella en mi vida. Tanto nos confundían que llegamos a reconocernos al instante cuando nos vimos en aquel antro.



Pelo largo, rizado y rojizo y unos cuantos kilos de más era su estampa. Su sonrisa, alba, acompañada siempre de un Ducados, era armónica con su piel nacarada, casi refulgente, consecuencia de un ocultarse del sol casi obsesivo a causa de una extraña enfermedad de la epidermis. Sus lábios y sus unas siempre de color carmesí y su olor... un almizcle inconfundible.


Hemos pasado tantos ratos, y ahora pasamos tan pocos, que se me entristece el alma al sospechar que ya nada volverá a ser igual. Recuerdo cuando te comías las galletas que sabían a árbol, o cuando te disfrazaste de monja y yo de vampira y acabamos con el troglodita aquél haciendo el corro de la patata en la Plaza San José (después de comernos todo el jamón de su casal), cuando me pintabas para que estuviese guapa en todos mis eventos, la noche del capullo aquel de Rubielos, lo guapa que estabas en cada medieval, la mágica actuación con la que arrasamos vestidas de cortesanas o la mirada tierna que siempre le dedicabas a tu padre, sentado en el sillón individual del comedor, antes de salir corriendo por la puerta...

Parece que ha pasado un siglo de todo aquello, sin embargo, cada vez que te veo, retorna el recuerdo convirtiendose en anecdotas con las que vuelvo a sonreir, olvidando que ya soy mamá, que tengo mil y una obligaciones y haciéndome ver que, siempre que tenga un hueco podré contar contigo, con una botella fresquita de cava y con poco de chocolate negro guardado especialmente en la nevera.

Muchas gracias por todo.

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